El domingo pasado me cogí una peli del Poliplex. Mi único criterio, que estuviera interpretada por actores escoceses, qué le voy a hacer, me he enganchado a ese lugar (pese a no gustarme el whisky), al peculiar acento y al carácter de su gente. The brave Scotland.
Seré breve: la película cuenta la historia de dos hermanos. Uno, intenta con ahínco y repetidamente dejar este mundo que no le engancha nada; el otro, satisfecho con lo que tiene, se mueve por el único objetivo de impedir que su hermano logre el suyo propio. Al final, vive quien no quería y nos deja tristes la muerte del hermano que deseaba vivir por encima de todo.
Y al día siguiente, me dí cuenta que la película, para mí, trata de los sacrificios que la vida se cobra con demasiada frecuencia.Unos, como en este caso (y a pesar que el hermano que sobrevive a sí mismo es un bombonazo y el favorito del director), desde mi modesta opinión, drásticos: otros, más sutiles pero sacrificios al fin y al cabo.
Como cuando te has dejado la piel ayudando a alguien, y te das cuenta que, en parte, ha sido a costa de que después tú te has quedado con todo lo malo que la otra persona ha dejado atrás gracias a tu pequeña ayuda, y las de muchos otros. Que el que tira p'alante, se aplica todos los consejos que ha escuchado de tí y los hace propios y tú, ahí te has quedado, con menos energía, que le has regalado al objeto de tu ayuda.
El sacrificio, con mayúsculas o minúsculas, está presente en nuestra vida. Nos guste o no. Porque quien muere en extrañas guerras lo hace sacrificándose por motivos que muchos no podremos ni queremos llegar a comprender; pero qué habria sido de nosotros sin otros sacrificios: el de unos padres por dar a su hijos lo que no poseen, el de un amigo, los sacrificios anónimos que jamás saldrán en una película, escocesa o no.